Los vikingos llegaron a América, pero hoy allí no se habla precisamente sueco antiguo. Por eso no basta con haber llegado a la Luna: ahora se trata de colonizarla. O al menos eso pensó Elon Musk cuando fundó SpaceX, compañía aeroespacial que aspira a satisfacer el persistente anhelo humano de ir más allá. El mismo anhelo que devoró corazones tan distantes como el de Alejandro Magno, el de Magallanes, el de Oppenheimer. Quizá nada defina mejor al hombre que su deseo de ser algo más que un animal o apenas nada inferior a un dios.
Ante el hito logrado por Polaris Dawn, la primera misión civil que sale de paseo por el espacio, el terrícola se debate entre la admiración y el desprecio. Opta por la primera quien atiende principalmente a las dificultades: los dos años de preparación física y mental, los precedentes calamitosos, la recta sombra de determinación que proyecta la figura de todo pionero. Pero otros tuercen el gesto en cuanto descubren que el padre espiritual (bueno, y material) de la aventura, Jared Isaacman, es rico de un modo que apenas pueden concebir cuantos periodistas insisten en su condición de billonario con obsesión de carpantas. Será impopular reconocer que los avances tecnológicos han requerido siempre de generosos mecenazgos, y que poco o nada debe la ciencia a la pobreza, pero también es la verdad.
Jared tiene la misma edad que yo, aunque bastante más dinero. Siempre con prisa. A los 16 fundó la empresa de procesamiento de pagos que lo apartó para siempre de la vulgar angustia de no llegar a fin de mes. Con ese dinero no se le ocurrió comprarse una isla en Hawái, como Zuckerberg; o incrustarse un diamante rosa de 24 millones en el ceño, como el rapero Lil Uzi Vert; ni erigir un castillo en California de 165 habitaciones capaz de inspirar a Orson Welles la metáfora misma de la megalomanía americana, como William Randolph Hearst. A Isaacman lo que le gustaba era volar, suspenderse, transportarse a sí mismo cada vez más alto y cada vez más rápido. Se licenció en aeronáutica y empezó a acumular horas de vuelo hasta convertirse en un piloto consumado. Mientras otros veinteañeros viajaban en ácido, él ofrecía vuelos de exhibición. Dio la vuelta al mundo en menos tiempo que nadie, y entonces se dio cuenta de que el mundo se le quedaba pequeño.
Una acendrada tradición espacial obliga al astronauta a improvisar (aparentemente) una sentencia para el mármol en el momento culminante de su misión. Uno no puede salir del módulo y encararse con el universo, bajo la mirada de millones de congéneres, para terminar saludando a su madre. Si Armstrong dijo aquello del pequeño paso para el hombre y el gran salto para la humanidad, Isaacman ha declarado: «En casa todos tenemos mucho trabajo que hacer, pero desde aquí la Tierra parece un mundo perfecto». No deja de ser un tópico, pero en todos los tópicos late una verdad desgastada. Basta imaginarnos como Sarah Gillis, aferrados a esa barandilla exterior durante la caminata celeste a bordo del Dragon, para que la perfección terrestre recobre su brillo primigenio. Debe de ser como pillar palco en un ingrávido liceo para asistir a la reposición del Génesis.
¿Cómo regresarán ahora Jared y Sarah a sus menudas ocupaciones subatmosféricas tras observar la Tierra a 1.400 kilómetros de distancia? Los dos turistas espaciales se han sometido a una cura empírica de relatividad. Han redimensionado drásticamente el ámbito y alcance de sus cuitas cotidianas. Pero ¿no es esa la ilusión que mueve también al turista intraplanetario? ¿No hemos buscado todos en agosto alejarnos de la rutina lo máximo posible, desconectar de la realidad ordinaria mediante una modificación más o menos exótica del espacio, aunque no hayamos pagado por el desplazamiento los 55 millones que cuesta una plaza en la Dragon?
Los plutófobos, esas personas que desarrollan una inquina maquinal hacia el rico (que incluso fundan en ella su ideología), no se paran a distinguir entre el rico útil a la especie y el mero parásito. Yo creo que Isaacman es de los primeros. Alguien que sueña por delante de los demás mortales, abriendo un camino incierto, rebelándose contra la ley de la gravedad, como si el polvo al que estamos destinados los ricos y los pobres fuera realmente polvo de estrellas.