NO TENGO ningún recuerdo de la primera vez que entré a El Amante, el club de Santi Carbones (calle de Santiago, 3), la embajada de la bohemia en la ciudad. No es el único de los palacios que tiene la aristocracia de la noche en Madrid -puede hacerse el camino de las madrugadas siguiendo el rumor de los garitos considerados interesantes, alejados de los arrabales discotequeros situados en el fin de semana-, pero ninguno maneja tan bien la receta de las horas más cortas. Existe otra dimensión en su interior, guardada por el cortinaje de la entrada, ese fielato de terciopelo que, en realidad, es la placenta que separa el mundo de Carbones de la convencionalidad.
Al hacer así con las manos, al palpar la hendidura de la tela, empieza la apnea en un ambiente ecléctico, extraño, caprichoso, puede que excesivo, un tanto elegante. El local está preparado al modo de los grandes recintos deportivos, diseñado para hacer brillar a los clientes que cuentan historias. Los personajazos de la noche, como Mike Tyson en el Madison Square Garden o Morante de la Puebla en La Maestranza, se alinean con los ecos de las hazañas de sus predecesores y, al incorporarse al hilo de las leyendas, son mejores dentro de este pabellón de los encuentros, de esta salita de espera de la anécdota, del oráculo de las resacas, donde el jueves le encendí un cigarrillo a Carlos Latre, uno de los convocados a soplar las velas de los diez años que cumple abierto El Amante.
Yo iba a la fiesta de la década un poco de prestado, tomándole su parte a un buen cliente. Cuando me quedé solo, Jacobo Bergareche, el muñidor de las sobremesas en la ciudad, tuvo la consideración de adoptarme en aquel recreo de adultos. Los bloques de pisos estaban conectados a la fase REM mientras unos cuantos famosos pasaban desapercibidos entre la maraña de famosos no oficiales, las personas cuyo trabajo les añade una extensión al nombre, pero no adquieren la condición de personajes públicos ni al octavo Moscow Mule, el cocktail que financia las conversaciones sobre la nada, la mejor manera de hablar de todo. Kike Garcinuño mostraba la credencial de Bon Jovi: el cantante le dejó un souvenir de la noche que compartieron después de un concierto, como si fueran amigos de toda la vida, abrazados y frenéticos, al seguirlo en Instagram.
El Amante es un transbordador a las mañanas: nunca es demasiado tarde para volver a casa. Y como entrar es tan difícil como salir, el día que llevo premiado el jackpot del portero, creo no haberme ido nunca, seguir allí desde la primera vez, alimaña y voyeur, moviendo la lengua y los pies.